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Por Elise BLANCHARD
Kandahar, que fuera la capital de los talibanes en la década de 1990, está hoy irreconocible, y en ella proliferan cafés de moda, gimnasios para mujeres y muchachas en la universidad. Pero sus jóvenes temen que se termine la modernidad si los insurgentes vuelven al poder.
En el club Arena, lugar moderno y cálido, los jóvenes se juntan a fumar narguile, a jugar a las cartas o al billar y a ver partidos de fútbol por la noche en una gran pantalla instalada en el jardín.
«No había ningún lugar así cuando llegué a Kandahar», cuenta Nazir Ahmad, de 30 años, uno de los fundadores del café, quien volvió de Pakistán en 2001.
Este tipo de sitios era inimaginable bajo el régimen fundamentalista de los talibanes, entre 1996 y 2001, antes de que fueran expulsados del poder por una coalición dirigida por Estados Unidos.
Casi todas las formas de entretenimiento estaban prohibidas. La música no estaba permitida, los cines estaban cerrados, los televisores casi no se usaban.
Pero, tras haber recuperado su libertad, vuelve a Kandahar la preocupación por el regreso de los talibanes. Ellos controlan o disputan más de la mitad del territorio afgano y negocian desde septiembre en Doha un acuerdo de paz con el gobierno.
Aprovechando la desvinculación progresiva de los estadounidenses, que pretenden retirar sus tropas de aquí a mayo de 2021, los talibanes multiplicaron en los últimos meses los ataques, especialmente en las zonas rurales cercanas a Kandahar.
«Espero que los talibanes hayan cambiado y dejen este club abierto», dice Nazir, quien teme que Kandahar, isla moderna en el sur afgano todavía muy influenciada por los talibanes, caiga bajo su control.
Los jóvenes, en especial las mujeres, privadas de todo derecho fundamental cuando los talibanes establecieron su Emirato Islámico de Afganistán, se debaten entre la esperanza de paz por las conversaciones de Doha y el miedo a retroceder.
«La mayoría de los estudiantes no queremos un Emirato islámico», afirma Milad Ahmadi, de 23 años, empleada del club Arena.
«Están contra la presencia de las mujeres en la sociedad», dice la joven afgana que dejó Kabul para estudiar ciencias políticas en Kandahar.
«¿Qué tipo de paz sería?»
En la sala de juegos ubicada en el subsuelo las risas se mezclan con el ruido de las bolas de billar bajo luces tenues.
«Estoy aquí vacaciones», cuenta Ali Ahmad, de 19 años, quien vive en Nueva York. «Extraño Kandahar», añade.
Si bien las mujeres no vienen al club Arena, porque este incluye una sala de juegos para los hombres, ellas son bienvenidas en el café Delight, ubicado en el exclusivo barrio de Ayno Maina.
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Mohamad Yasin, de 27 años, el propietario, se muestra «preocupado» ante un regreso de los talibanes. «¿Qué tipo de paz sería si los talibanes cierran nuestro café ?» se pregunta.
«No aceptaremos que no nos permitan recibir clientes», asegura.
Algunas mujeres gozan de libertades impensables en tiempos de los talibanes, cuando no se las autorizaba a trabajar o ir a la escuela y debían utilizar el burka las pocas veces que salían.
Mariam Durrani, de 36 años, es una de ellas. Creó varios establecimientos para mujeres en Kandahar, incluidos un centro educativo, una radio y un gimnasio. Cuando llegó en 2003, tras la salida de los talibanes a finales de 2001, «sólo había una escuela para niñas y hoy tenemos quince», dijo.
– «¿Tal vez cambiaron?» –
«Tengo dudas las negociaciones de paz. Se ignora el tema de los derechos de las mujeres», lamenta Durrani y asegura estar decidida a «continuar su lucha».
Ella abrió un gimnasio para mujeres, el primero de la ciudad al que acuden 30 mujeres, algunas a escondidas.
Shukria, de 16 años, presenta varios programas en la radio creados por Mariam, relacionados con los derechos de las mujeres. Radio Merman acaba de recibir el premio a la libertad de prensa en la categoría «Impacto», otorgado por Reporteros sin Fronteras (RSF).
La adolescente no vivió la época de los talibanes. «¿Quizás han cambiado?», arriesga. Antes de preguntar, con recelo: «Si no nos permiten educarnos, ¿cómo me van a dejar trabajar en una radio?».
Su madre Feroza, de 45 años, prefiere no hablar de esa época en la que tuvo que renunciar a su trabajo de costurera.
Pero hace una comparación reveladora. «Si hoy salgo sin el burka, no es un problema porque el gobierno no dirá nada, pero antes hubiera ido presa».
© Agence France-Presse / Color Visión
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